jueves, 16 de febrero de 2017

Manzanas, peras, cerezas y viejar arpías (Peras) (parte 6º)

--Peras--
El agua tibia resbaló por la espalda, los muslos, abrí los labios y dejé que penetrara deslizándose hacia los senos como una cascada, las gotas golpearon la frente, diminutos martillitos que intentaban devolverme la cordura. Mil pensamientos bullían confusos en la cabeza pero de algo estaba  segura, no me estaba volviendo loca. 

Subí la temperatura y el agua demasiado caliente reaccionó sobre la piel, el milagro se estaba obrando, confirmándome que no estaba chiflada, ni por lo más remoto, una cruz me atravesaba el torso como la travesía de una basílica, nacía en la garganta usando los brazos de travesera, llegando hasta el mismo pubis. En un principio me resistía a pensar que las repugnantes manos de los cuchicheadores me habían rozado con aviesas intenciones, a través del espejo comprobé con ojos desencajados la horrible certeza y el rostro se mostró como un paño mortuorio, estaba aterrada, la barbilla se convulsionaba en un temblor irrefrenable, el corazón latía rápido, jadeante intentaba retomar el ritmo de la respiración, me estaba asfixiando y no sabía que hacer para calmarme. Intentando lanzar un grito, sólo logré emitir unas palabras con voz estrangulada.
--¡Serán asquerosos, no me lo puedo creer! ¡Dios! –alcé la voz todo lo que pude--, me resistía desesperadamente a que aquella monstruosidad fuera lo que fuera, volviera a pasar y un sentimiento de soledad embargó mí alma, no podía confiar en nadie, ni creerme nada, tendría que resolverlo yo sola, nadie creería semejante locura, quizás el mejor as en la manga de los monstruos con los que había tenido la desgracia de toparme.

En un ahogo involuntario intentando tragar saliva, la garganta produjo un chasquido, necesitaba pensar, me enfundé en unos vaqueros y un jersey azul, calcé unas playeras y con el bolso colgado al hombro, accedí a la calle, parecía que mí presencia no llamaba la atención de nadie, aunque es correcto decir que solo un galgo flaco olisqueaba el asfalto como único testigo de la huida. Caminé sin rumbo procurando esconderme de las miradas que no me miraban.

La rama de un peral me golpeó en la frente haciendo que perdiera el sentido de la orientación, aceleré el paso, más rápido, más rápido, la respiración galopaba, más, más hasta desembocar en una alocada carrera. La tierra recién regada engullía los zapatos, hundiéndolos peligrosamente, arrancándolos de los pies, proseguí la huida sin mirar atrás, el viento me siseaba al oído, las peras ya maduras, me golpeaban en todas partes con cansina insistencia, duras como piedras, procuraba proteger el rostro y la cabeza de sus dolorosos golpes. Por fin la última hilera, -- y a lo lejos, apenas a cien metros, la estación de autobuses--, la tenía allí mismo, pero la ansiedad por alcanzarla me la hacia inalcanzable, por fin pisé las finas baldosas, los pies patinaron al contacto con el pulimentado suelo, por megafonía anunciaban la salida en breves minutos de un autobús rumbo a la ciudad, ignorando las miradas, entré precipitadamente en el vehículo. El conductor me observó de arriba abajo— interrogándome con aire preocupado --.
--¿Se encuentra bien señorita?—bajé la vista hasta dirigirlas al punto de encuentro del interlocutor, surgiendo los pies como albóndigas rebozadas en barro, los zapatos en la mano y el pelo enmarañado y lleno de hojas. ¿Cuánto falta para salir? – pregunté avergonzada --.
--Vaya al baño si lo desea, creo que podemos esperar apenas un minuto. --dijo el conductor amablemente --.¿Seguro que no desea que llamemos a la policía?—insistió el conductor --.
--No, estoy bien, tenía prisa por llegar y corté por el campo de cultivo, no ha pasado nada. –me miró con aire de incredulidad pero se conformó con la respuesta—
--¿Bien? – contestó—y en su voz se leyó la complacencia, no la certeza.

El motor diesel rugió con fuerza y el autobús comenzó a zarandearse como una araña con una pata menos, dejé que el traqueteo me adormeciera hasta la ciudad, intentando darme un tiempo para vaciar la cabeza de malos presagios.
Por fin, el transporte llegó a su destino, el intenso alumbrado me molestaba, quería perderme y aquello no ayudaba, lentamente los pies se posaron en el frío suelo, descalza, avergonzada y asustada, buscaba una solución rápida a el problema del calzado, un kiosco de revistas propuso la solución, una revista regalaba una especie de alpargatas por su compra, me parecieron el calzado más bonito que viera nunca, escondiendo los pies me hice dueña del preciado botín, ahora sentada en un banco del andén, apretaba el bolso contra el pecho, mirando desconfiadamente a cualquier pasajero que cruzara por delante, --¿Qué hacer?. ¿Dónde podía ir para estar segura y tranquila?--. Sin ser consciente de ello encaminé los pasos hacía la salida, a pocos metros el luminoso de un hotel me invitaba al descanso y la reflexión que tanto necesitaba en esos momentos.
Continuará...

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