sábado, 4 de febrero de 2017

Manzanas, peras, cerezas y viejas arpías (3º parte)

La escasa luz que aún quedaba permitía que la vista alcanzara los manzanos, eso me hizo muy feliz, aquellos árboles bajitos y rechonchos representan el futuro, la vida, pasaron de la desnudez invernal a la vestimenta más exuberante, luego se cubrieron de un manto blanco, bellas flores para una bella campiña y por último la vida explotó dando a luz unos hijos gordezuelos, verdosos y sus rechonchas y arrugadas madres los acunaron ayudadas por la naturaleza hasta convertirlos en frutos de un amarillo intenso de piel tersa y jugosa carne, me sentía participe del milagro y privilegiada por contemplar la explosión de la vida. 

Rufo, lloraba desconsolado, mi amado viejo perro.
--¡Rufo! –grité a pleno pulmón --.
--Perro tonto, ¿Dónde estás? –lo llamaba con insistencia intentando averiguar la procedencia de tan plañidero lamento, por fin pude localizarlo, se había quedado encerrado en el jardín.
--Pobrecito, ya no estas para muchos trotes, ¡verdad, cariño!. –lo conformé acariciándole las orejas, besándole su abultada cabezota, lanzó un lamento de satisfacción tirándose de nuevo al suelo buscando la frescura de la baldosa.
Mi fiel Rufo, amigo para todo, compañero tranquilo de buenos y malos momentos, protector con su profundo ladrido y porte amenazador, a su lado estaba tranquila, velaba los sueños con su agudo oído y los días con su majestuosa presencia.
La respiración de Rufo acostado sobre la alfombra es lo último que recuerdo con exactitud antes de conciliar el sueño o al menos eso creo.

El reloj me observaba desde la mesita de noche, recordándome que eran las cuatro de la madrugada. Confusa sentada sobre la cama, la mano apoyada en el pecho, asegurándome que el corazón aún latía dentro de él, pensé que se me saldría por la boca y nada podría hacer para evitarlo, notaba su palpitar en las sienes, las muñecas, las puntas de los dedos, el vómito acudió a la garganta, la cena se deslizó intacta pero en sentido opuesto, una oleada de repugnancia me inundo de pies a cabeza, olía a rancio, a sucio, a viejo, de donde procedía aquel hedor infecto.
Abandoné el lecho precipitadamente, intenté abrir la ventana, necesitaba librarme de aquella atmósfera sofocante, -- se colaba por la garganta, las fosas nasales --, en la precipitación, los pies chocaron con Rufo que emitió una sonora queja por la agresión sufrida, sus ojos me miraron con incredulidad y sueño.

Una estancia pequeña mal iluminada, papel floreado en las paredes, con mil capas de arcaica suciedad, la amarillenta bombilla derramaba una luz ocre sobre el pequeño recinto de muebles desvencijados, las sillas austeras como potro de tortura, una cama de hierro desconchado, cubierta por un trapo a modo de colcha, tan raído por los años o los lustros, que bien pudo ser antes cualquier otra cosa.
Pero que recuerdo era ese, que sueño ingrato me acechaba y aquella angustia alojada en el pecho, mano perversa que me obligaba a retener todo el aire en el interior de los pulmones, unida a la idea de que en la casa no había estado sola, alguien me velaba el sueño hace solo un momento. Recorrí con dedos temblorosos todas las habitaciones con deliberada cautela, dando respuestas a las dudas y alivio al terror que me acompañaba, temerosa de encontrar lo que mis recuerdos contaban.
Sentada en un peldaño de la escalera intentaba recobrar la calma, cinco campanadas, recordaron lo prematuro del día.
Frente al espejo pude comprobar como se había esfumado todo atisbo de vida de mi rostro, los labios lucían un aspecto marmóreo, pellizqué las mejillas y la sangre corrió rauda a socorrerlas.

El silencio era tal, que podía oír el polvo moverse a mí paso, conecté la televisión para aliviar la angustia. Los pies se desplazaban con desmayo escalón tras escalón --¿Aquel olor persistiría en su intento? – con pasitos menudos como los de un niño en sus primeros escarceos, llegué al destino, la ventana golpeó la pared con violencia y un gemido ahogado y lúgubre se me escapó sin previo aviso, nada parecía fuera de lugar, si alguna vez aquel fétido hedor compartió el mismo aire, huyó por la ventana como avieso ladrón. Rufo me seguía con aspecto cansado, pero fiel a su condición de guardián.
Desconcertada intentaba relajar la tensión, pensando que el sol saldría, arrancaría destellos a todos lo objetos de la habitación, transcurridos unos instantes los cansados párpados se cerraron con voluntad propia, desterrando el estremecimiento de angustia que rebotaba en cada rincón del ser, sucumbiendo a la inconsciencia del sueño.
Continuará...

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