jueves, 6 de abril de 2017

Manzanas, peras, cerezas y viejas arpías (17º parte)

La pantalla del ordenador parpadeó lanzando una señal acústica al unísono. No podía mover el brazo derecho, la mejilla izquierda estaba anestesiada, me había dormido sobre mí misma, esperando una respuesta de un anónimo interlocutor por Internet, al final iba a ser verdad eso que se dice --¡en la red se encuentra de todo!--. En un correo electrónico se me pedía que ingresara el dinero en una cuenta bancaria, una vez que tuviera constancia del ingreso conocería el lugar de encuentro para entregarme la mercancía solicitada.

Era mucha pasta y ninguna la certeza de no ser estafada, pero no me quedaban opciones, más que la de confiar en un desconocido sin garantías.
Tras cumplir todos los requerimientos, me encontraba en un descampado en el fin del mundo, que me costó dios y ayuda encontrar. Unos faros encendidos en medio de la nada eran la señal, entre aquella cegadora maraña de luz, se recortaba una silueta rechoncha de poca estatura, por un instante me asaltó la duda de si me habrían mandado a un jovencito que me pegaría dos tiros, dejándome en aquel lugar remoto desangrándome, donde quien sabe si ni siquiera me encontrarían, tuve miedo de abandonar la relativa seguridad que ofrecía el coche, pero la suerte estaba echada, sólo quedaba un camino y ese era hacia delante pasara lo que pasara, acaricié a Rufo que se mantenía expectante sentado en el asiento trasero, sin querer reconocer que era mi forma de despedirme, por si las cosas no salían bien, llené los pulmones de aire, salvando la distancia que me separaba de aquella silueta más nítida por momentos.
--¡Buenas noches!—dije—hablándole aún a la silueta. La pequeña figura dio tres pasos y se hizo un hombre sin faltarle un solo detalle, ojos, nariz, boca, orejas, en fin de todo.
Que rara son las cosas, nos imaginamos al villano, feo, sucio, como si en el libro de sus facciones se pudieran esculpir las maldades, cuantas caras de ángeles esconden auténticos demonios. Un rostro amable, un hombre de mediana edad acompañado de una suave voz me contestó.
--¡Buenas noches!. ¿Le ayudo a cargar?, abra el maletero por favor, -- sonó a pregunta, pero fue un mandato en toda regla --, estaba claro que deseaba marcharse de allí lo más rápido posible.
En silencio obedecí sin pestañear, treinta garrafas de veinticinco litros en total setecientos cincuenta litros.
El extraño cerró el maletero y volviéndome a dar las buenas noches desapareció en la oscuridad como un mal sueño, vi alegarse aquellas dos luces rojas, extasiada, que se perdían hasta desaparecer en la nada como dos diabólicos ojos que me observaron hasta disolverse. Estaba allí sola, el ruido de una rama al quebrarse me devolvió a la tierra y quise ver las tres figuras con el estúpido cuello extrañamente doblado y el pasito cansino avanzando hacía mí, -- zus, pie derecho, zus, pie izquierdo, zus, zus, zus,-- primero sanaban bajito, luego fuerte, fuerte, más fuerte, hasta que ese arrastrar de pies retumbo en la oscuridad como rey absoluto, por fortuna no había parado el motor, si el diablo corría tras de mí, nunca lo sabría, pues no me quedaría a averiguarlo.
Los bajos del coche golpeaban el carril de tierra, provocando unos crujidos muy peligrosos, si tenía la mala suerte de perforar el carter perdería el aceite del coche y tendría que volver a pie, -- como justificaría un coche lleno de garrafas con sustancias peligrosas en medio de ninguna parte --, aun así, no estaba dispuesta a parar hasta que no me sintiera a salvo, varias veces perdí el camino de vuelta, estaba desorientada y sobre todo muy asustada, conduje hasta recobrar la calma en la medida de lo posible, divisé el luminoso del hostal a lo lejos, casi de casualidad había encontrado el camino de vuelta.
Paré el motor y entre las sombras que proyectaban los árboles de un improvisado bosque cercano al aparcamiento, algo se movió, un fru, fru de telas ondeando a merced del repentino viento, pensé que el ánimo se estaba volviendo jocoso y gastaba malas pasadas y a pesar de todo una sonrisa se dibujó en los labios como augurio de mejores tiempos.
Los chopos agitaban las copas con toda su fuerza, ecos de voces, murmullos entremezclados, un trueno rompió la reflexión, apenas transcurridos unos segundos la luz de un relámpago encendió la oscuridad y la tormenta arreció con tanta fuerza que parecía quererse llevar el asfalto de la calle.
Continuará...

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