lunes, 17 de julio de 2017

Las alas de un ángel rotas (17ª parte)

En la puerta del local lucían orgullosas unas extrañas letras difíciles de descifrar de un gusto muy barroco “la caprichosa”, un sugerente y atractivo olor lo envolvía todo a diez metros a la redonda, me vi atraído como Pilón por esa llamada invisible pero irresistible.
El local se hallaba repleto de parroquianos, la mayoría de ellos habituales por la familiaridad con que eran tratados por las empleadas. Devoraban ávidos, hidratos de carbono y azúcares, bollería recién salida de esas bocas ardientes que escupían producto a una velocidad de vértigo, parecía que el mismo Lucifer los calentara con su abrasador aliento. Por muy atractivo que le pareciera a mi pituitaria, mi estómago no estaba en consonancia. Detrás de mi taza de café observaba la despreocupación con la que todo el personal entraba y salía, engullendo entre medias, en breves minutos una o dos piezas humeantes, dejándolas resbalar por el tobogán de sus traqueas con premura, una taza de alguna infusión, café, leche, incluso algunos lo acompañaban de un carajillo.
Salí a la avenida, centrándome, tome rumbo a la parada del autobús. Quince minutos mas tarde cerré mis ojos en la oscuridad de mi alcoba.

De pie, enterré mis zapatos en la fresca y verde hierba, los calcetines se empaparon humedeciéndome los pies, insensible, contemplaba embelesado el contorno de mi madre al contraluz del atardecer, envuelta en un aura tan blanca como su alma, apoyada en el marco de la puerta principal de la casa que mi abuela poseía  en el  campo.  Hablaba  con un interlocutor que escapaba a mi  mirada.
Al principio fue como el caer del agua en la lejanía, ese tenue y agradable sonido se fue convirtiendo en un bullicio difícil de discernir, se hizo más y más intenso hasta que me fue muy fácil identificarlo.
La madera chillaba bajo su influjo destructor, chirriaba, crujía, yo sentía su angustia, la oía pedir auxilio. Las llamas alcanzaban el ático de la casa,  los cristales reventaban intentando una imposible huida. La reseca madera no se libraría de aquella maldición provocada por alguna mala persona. Vi una figura correr, intentaba salvarse. Una mano asesina la arrastraba hacia el interior de ese estigio, suplicaba, lloraba, no había piedad. El asesino condenaba a mi madre. La casa se desplomó sobre ellos. La vieja madera se rendio ante semejante rival, sepultándolo todo.
Me despertó un terrible dolor de garganta, llegué a oír  mis gritos que desgarraban las cuerdas vocales. Necesitaba calmarme, la cabeza me estallaba, el corazón latía con la fuerza de cien caballos salvajes.
Un escozor se apodero de mis rodillas al desplomarme sobre ellas –“Por Dios que alguien me ayude”—grite a la noche sin encontrar respuesta alguna--. Algo se rompía cada vez más dentro de mí, creía tocar fondo, pero ni siquiera lo rozaba. Casi sin comer y cebándose en mi las pesadillas, acabaría enloqueciendo, si es que no lo estaba ya.

 No se el tiempo que trascurrió. Permanecí sentado en los pies de la cama  negándome a dormir, a comer. Estaba en trance absorto en todo y en nada, no quería pensar, sin embargo, me faltaba el valor de liberarme con un rico cóctel de barbitúricos.
Los dedos mantenían presos los espesos mechones del cabello obligando a la cabeza a mantenerse erguida muy a su pesar.
Una sucia cucaracha se paseaba por el dormitorio como si aquello fuera la Gran Vía, asestándole un puntapié, malhumorado por el atrevimiento, acabó bajo la suela de mi zapato, a modo de fresco de Miguel Ángel, aunque mi suelo distaba años luz de asemejarse a la Capilla Sixtina. Recogiéndola  por la única pata que le quedaba pegada al cuerpo, le ofrecí un rápido y económico entierro marinero, sumergiéndola en la inmensidad de mí water y tirando de la cisterna, la encomendé al dios que habita en el cielo de los insectos, arácnidos y similares.

Sacando fuerzas de no se que lugar, adecente mi cuerpo, olía a inmundicia, vómito, no recordaba el ultimo día o las ultimas horas, bajé a la calle sin saber, si debía pedir un desayuno o una cena -- el reloj dijo las ocho y media. ¿De la mañana o de la tarde?--.  La fachada de una iglesia surgió ante mí. No por arte de magia, llevaba allí más de un siglo, no sabía como se llamaba pero si la había visto muchas veces en mis errático paseos. Atravesé indeciso, su arco de medio punto, solo abierto hasta la mitad, con timidez invitaba a los transeúntes a orar en su interior. Un largo pasillo central rematado por el altar y escoltado a ambos lados por inmóviles guardianes de madera, cansados de soportar el peso de beatas y devotos cristianos que acudían al refugio de un Dios generoso y benévolo, que les perdonara pecados a veces imperdonables, y que nada más salir olvidaban y volvían a cometer. Un sacerdote anónimo para mí en esos momentos, absolvía a alguna beata en el confesionario de sus mezquindades de vieja solterona, amargada y rencorosa, siempre ojo avisor a esas terribles maldades que otras personas cometían y ella se erigía en juez y jurado de morales distraídas. La vi sentarse consumida por la envidia y el deseo de otras vidas más felices que la suya, arrodillada parecía encogerse cada vez más, hasta convertirse solo en una molesta y olvidada mancha en el gastado suelo de la vieja iglesia.
Sin pensármelo dos veces ocupé su lugar tras la rejilla. Recordé las visitas a la casa de Dios los domingos, cuando era más pequeño, lo grato que resultaba el olor a incienso y a cera recien quemada.
--¡Ave Maria Purísima! –dijo una voz profunda y anónima--.
--Sin pecado concebida.—respondí por inercia--. Lo había hecho tantas veces que me resulto natural.
--¿De qué te acusas hijo mío?
Continuará...

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