lunes, 24 de julio de 2017

Las alas de un ángel rotas (19º parte)

Debía de ser bastante tarde, ya que un aire taciturno envolvía tanto la casa como los alrededores y de la calle apenas si llegaba algún eventual parloteo. Solo acertaba a oír el rumor de mi respiración agitada.
Rompió el mutismo con voz atronadora.
Percibí el rumor de la brisa en derredor en su discreta huida, el deseo sacudió mi cuerpo, respirando entrecortadamente incapaz de serenarme. Su esquiva mirada resultó más educada que servil y eso me agrado sobremanera.
--Querida, déjanos solos y cierra bien la puerta, necesito hablar en privado con... dejo la pregunta en el aire esperando mi respuesta.
En principio pensé  no contestar o recurrir a baladronadas y no ceder un ápice de terreno, pero parecía una solución estúpida.
--¡Pablo!—lo dije muy bajito.
--¡Bien Pablo!—Eres consciente de lo que acabas de decirme en confesión.
--¡No!—mentí como un bellaco.
--Entonces. ¿Tú me dirás que significa esta mascarada?. La iglesia no es un lugar para tomarlo a broma y mucho menos sus sacramentos. La acusación que te has hecho es muy grave y podría traerte amargas consecuencias.
--No sé que os pasa a la juventud hoy en día, no sentís respeto por nada ni por nadie, acabaréis condenados en el infierno.
--Créame padre, vivo en el infierno. Mis palabras resultaron fragmentadas.
 Este hombre temeroso de Dios, captó mi atormentado espíritu.
--Nunca podré hacer las paces con mis demonios, estoy enfermo del alma.
El pobre hombre estaba totalmente confundido, debatiéndose entre la verdad y la mentira, lo real e irreal.

De repente me sentí intimidado, ligeramente acongojado. Si seguía conversando, acabaría confesando la verdad toda la verdad y nada más que la verdad, quizás porque en el fondo deseaba librarme de la carga. Pero el instinto de supervivencia es muy fuerte y apaciguando mi ego con mentiras absurdas, decidí salir de allí lo más rápido posible.
Mis dedos acariciaban el picaporte, giraba lentamente bajo la presión. Sus palabras me dejaron estupefacto, las pronuncio muy bajo, como si el también fuera culpable de la perfidia— creí volver a sentir mareos, la habitación giró bruscamente a mí alrededor.
--¿Sabes lo que pienso?. Son muchos años escuchando a gente atormentada por todo tipo de abatares. ¡Tú me has dicho la verdad en confesión!.
Su rostro se contrajo bajo mi mirada de horror.
Las palabras salían atropelladamente de su garganta, borbotones de inconexos vocablos vertían sus labios.
--Yo no puedo hacer nada, te ampara el secreto de confesión –sus ojos se llenaron de lágrimas—pero siento tu sufrimiento, tu pena es profunda y nada me entristece más que el hecho de no verte dispuesto a soportar el castigo.

Uso un tono grave, cruel que dejó dibujado en su rostro rasgos de amargura. Un abominable e inacabable silencio nos envolvió.
Quise clavar mis ojos con furia, sin embargo solo logré que parecieran dos almas dolientes fijas en aquel ser que bramaba ante la impotencia.
La vieja puerta con muchas manos de pintura se negaba a ceder bajo la presión de mi mano. Al hacerlo de forma súbita, golpeé mi frente con violencia contra el canto de madera. Entonces fue cuando todo comenzó, nadie lo planeo, ni lo quiso así. Con el tiempo tuve que rendirme ante lo evidente, no podía luchar contra mis sentimientos, batallas perdidas de antemano.
El ratoncito de antes, acudió en mi auxilio. Me miró con ojos cansados pero valientes, con ojos que no temían verme. Nos rozamos  accidentalmente, sentí un campo de fuerza a su alrededor, una lasciva lujuria se apoderó de todas las fibras de mi ser, estaba demasiado confuso para reconocer que algo había cambiado.
Recuerdo su voz a mi espalda, penetró en mi entibiándome con su cálido aliento.
--¿Te encuentras bien?—sus palabras no hallaron respuesta. Los sonidos penetraban en mi mente pero no las palabras, solo huía como un vulgar delincuente.
Continuará...

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