viernes, 6 de octubre de 2017

Las alas de un ángel rotas (40ª parte)

Miramos hacia atrás pensando que en algún lugar ya perdido en la memoria de todos, aquel debió ser un idílico lugar, ahora sin miedo a exagerar resultaba pavoroso. No puedo decir que nos doliera abandonarlo.
La oronda mujer nos acechaba a la salida, -- seguramente habría estado escuchando tras la puerta—besó con fuerza a Lucía, usando ademanes hombrunos nos despidió con expresión de felicidad. El desgarbado muchacho daba patadas a una piedra ignorando nuestra presencia, la perra ciega salió de su escondrijo para lamer la mano de Lucía. Quise echar la última mirada al interior de aquella angosta mansión decorada con dudoso gusto, Lucía con suavidad me obligó a mirar a donde sólo ahora quería hacerlo, hacia delante. Tras los visillos alguien escrutaba nuestra partida, pero aquello ya no nos incumbía, el futuro sólo tenia un camino y ese era, el olvido.
 
La tarde caía perezosa, liberados de ese terrible peso. El camino antes pedregoso y algo inhóspito, ahora aparecían tímidas en las lindes del camino arbolado, las primeras margaritas silvestres. Corté varias y se las entregué a Lucía con un beso prendido en ellas, pellizcando el aire con los dedos pulgar e índice, las acercó a su boca para recibirlo y cogidos de la mano, fortalecidos el uno junto al otro llegamos a la parada del autobús.

Los cristales se veían recorridos por multitud de hilillos que resbalaban hasta la pared, empapando la fachada. Lucía de espaldas a mí contemplaba el espectáculo, las gentes se rufigiaban en los portales esperando que el chaparrón pasara – era el primer día de lluvia del invierno.
Acababa de llegar de la calle y venia calado hasta los huesos. No queriendo romper su momento de ensoñación, pasé al dormitorio, Duli me recibió con sus habituales muestras de cariño, los perritos correteaban como diablillos mordiéndose las orejas unos a otros y haciendo acrobacias tan divertidas como sólo puede hacerlas un cachorro de corta edad. Sentado en la cama me regocijaba con la escena mientras cambiaba las ropas mojadas por otras secas. La casa estaba muy distinta; los objetos que habían conformado mi vida anterior se mezclaban con los nuevos; Lucía le había imprimido personalidad y carácter, ya no era un lugar lleno de muebles, ahora desprendía un entrañable aroma a hogar, sus cosas repartidas por el dormitorio dándole esa calidez familiar tan agradable. Las primeras muestras de la inminente maternidad hacían acto de presencia, sonajeros, peluches, ropitas diminutas parecían más para un muñeco que para un bebé, siempre la hacia reír con mis ingeniosos comentarios. Ella besaba mis párpados y decía. -- ¡Vas a ser un papá encantador!—en esos momentos era yo quien hubiera necesitado un babero.

Seguía extasiada viendo caer la lluvia. Los rodee a los dos, besándola en el cuello, dobló su cabeza para responder a la caricia.
--¿Estás triste, cariño?. ¿Echas algo en falta?.
--¡Por supuesto!
Alarmado por aquella afirmación, --dije--¡Qué!. --Ansioso de cumplir sus deseos--. Con expresión picaruela y divertida por mi sincera preocupación, --intento decir muy seria--.
--¡Pasteles de nata, muchos pasteles de nata ¡. Y que nos beses más a los dos.
--¡Sinvergüenza!—rió escondiendo el rostro tras las blancas y suaves manos--. En ese momento el timbre de la puerta repiqueteo varias veces. Interrogándonos con la mirada y ante la falta de sugerencias la única forma de averiguarlo, abrir la puerta.
--¡Hola!. ¿Molesto?.
--En absoluto, pasa y cierra, hace algo de frió.
Nuestra taciturna Eloisa, tenía un algo distinto en la mirada, en su boca se dibujaba un rictus alegre.
--¿Eloisa, te veo contenta?
--Si, lo estoy.


Como no parecía muy dispuesta a contar lo que tanto la alegraba – no queriendo ser indiscreto me limite a formular una invitación --.
--¡Invito a pasteles de nata!. ¿Quién se apunta?.—como dos infantes levantaron las manos encantadas de la propuesta--.
--Joven mamá y amor de mi vida, abrígate como por dos y tú mi querida Eloisa ídem de lo mismo.
Lucía y Eloisa, expusieron sus rostros a la lluvia para sentir su acuoso tacto. Las recrimine por su diablura, pero ignorando mis quejas, rieron divertidas por el enojo que demostraba.
--Si, seguís haciendo travesuras no invitaré a nada. Me sacaron la lengua, metiendose bajo el paraguas.
En la cafetería el calorcillo reinante resultaba agradable, los cristales comenzaban a empañarse, producto de la diferencia de temperatura.
Las dos golosas, escogían sus pasteles favoritos, encerrados en bellos féretros de cristal refrigerados. Una joven muy amable, marcialmente uniformada, cofia de encaje blanca en ristre sobre su pelo castaño muy oscuro. Más bien parecía una porción de tarta selva negra.
Nos sentamos pegados a la cristalera, los transeúntes aceleraban el paso para refugiarse en sus hogares.
Lucía dibujó un corazón en el que encerró nuestras iniciales, usando el cristal empañado de improvisada pizarra. Al momento, llegó la amable empleada con una bandeja llena de profiteroles de nata, chocolate, crema pastelera y alguna trufa aderezada para hacerla más sabrosa.—Tocaron las palmas de contento ante el suculento festín--. Temía que la gula les provocara dolor de barriga, pero se veian tan felices que no tuve corazón para poner pegas, me sentía jovial y obsequioso.
--La vida nos sonreía, o eso nos quería hacer creer a Lucía y a mí.
Continuará...

1 comentario: