martes, 17 de octubre de 2017

Las alas de un ángel rotas (41º parte)

Apoyando la cabeza sobre sus manos, miró alrededor de la sala donde cada tarde acudía a escuchar el relato de Pablo.
 Fijó la vista en unos desconchones de la pintura. Hace tiempo debió ser azulada, quizás aconsejado por algún estudio psicológico experimental, basado en lo relajante de los tonos azules y lo excitantes de los rojos, siguió escrutando la parca decoración, una mesa metálica llena de marcas producidas por el uso y dos sillas, más parecidas a potros de tortura que a utensilios pensados para el descanso, la única ventana nos mostraba un panorama enladrillado muy sugerente, si tenias buena vista o imaginación suficiente, podías distinguir a través de los mugrientos cristales, un armazón de tela metálica acerada y unos barrotes de unos seis centímetros de espesor.

Una lágrima resbaló solitaria por mi pálida mejilla, el cuerpo se me veía musculoso y bien formado, aunque debía dictar del que fue antaño, los huesos comenzaban a abrirse paso sin dificultad.
--¿No te encuentras bien?.
--No te preocupes Cecilia.
--¿Si te puedo ayudar en algo?
--Necesito un imposible, el suave contacto de la piel de Lucía, los deditos de mis hijos sobre mi mano, disfrutar de sus risas y juegos, compartir el resto de sus vidas. Un profundo sollozo me impidió seguir.

Me sentía tan infeliz que creí que aquella  aberración permitiría que  las cosas quedaran como estaban.
Una presencia, unos ojos clavados en mi nuca, un nudo en la boca del estómago, una sensación inquietante que me hacia vigilar la espalda.
Una negra sombra se cernía sobre nosotros, agazapada en las esquinas, acechante, amenazadora.

El vientre aumentaba cada noche, haciendo visible la vida que en ella crecía, perdía a pasos agigantados su cintura de avispa, las prendas que solo hacia quince días usara, le venían ridículamente estrechas. Lejos de disgustarla, paseaba con agrado su incipiente maternidad. Era maravilloso notar sus patadas y ver bullir la vida de una manera tan explosiva.
No quería que nada la desasosegara, -- que su único pensamiento fuera pintar esos cuadros que no me dejaba ver--. Guardé silencio sobre mis sospechas, siempre podría contárselo si empeoraba la situación, mientras, prefería que lo ignorara y con suerte nunca tendría porque saberlo.

Cogidos de la mano entramos en el salón de baile, esta vez Lucía era mí acompañante. Sonaron los primeros acordes de un vals, recogiéndose la pequeña cola que barría el suelo con sutil gracejo, se la anillo a la muñeca y me ofreció su mano, cauteloso observé en derredor, una fiesta para dos,  danzamos alegres riendo con despreocupación. Ella se evaporó de entre los dedos, el vacio los rellenó. Grité su nombre tan alto como fue posible, escudriñe hasta el ultimo rincón del desierto salón. En el mismo centro sobre un falso trono, el grotesco jorobado, la única diferencia, el color de su túnica, de un encendido bermellón. Las runas giraban sobre sí mismas y a su grotesca figura simultáneamente, en la parte más alta de la cristalera se escuchó una explosión, los vidrios se dispararon en todas direcciones sin trayectoria definida, me acuclillé protegiendo la cabeza entre los brazos. Mi búho nival surgió de entre aquella pedrisca de cristal, ejecutando un vuelo rasante por encima de las adivinatorias runas, cortó sus invisibles conexiones con el cosmos, estrellándolas  contra el duro mármol. ¡Mil adivinanzas perdidas! ¡Mil sueños desvanecidos!. El grotesco jorobado hasta ahora cauto y silencioso, se alzó como un coloso, despojándose de la vestimenta como quien se libera de algo muy pesado, levantando los brazos y emitiendo un espantoso alarido; la diferencia; su rostro no era una calavera de cuencas vacías y exhibidores dientes, era el rostro de la abuela de Lucía.
Desperté en el suelo de la habitación intentando huir de aquel infierno imaginario.
Necesitaba saber que pintaba para saber que pasaba por su cabeza. –Sé,  que prometí no mirarlos--.
La preocupación no ayudaba a clarificar mis ideas, sin premeditación rompí la promesa. Fue mucho peor cuando descubrí las pinturas, al descorrer el paño que las tapaba quedé sobrecogido, ¡Cómo era posible!.


Una colección de seis dibujos al óleo de una sensibilidad enajenante, en las que derrochó ríos de ternura. Seis posturas distintas y un rostro imaginario, aleó de forma magistral sus rasgos y los míos, sacando una acertada mezcolanza, que podía estar muy cercana a la realidad. No dudaba de su talento pero aquello era digno de exponerlo en las mejores galerías.

Me observaba con expresión decepcionada, a la vez halagada por el éxtasis que  reflejaba.
--Me hubiera gustado mostrártelos cuando estuvieran acabados –su voz sonaba triste --. Podía haber mirado y ocultado el hecho pero no estaba dispuesto a crear más barreras o  secretos de los necesarios.
--Lo siento de veras, desperté de un horrible sueño repetido en otra ocasión, temí que tuvieras algo en la cabeza que no me contaras y que podían reflejar las pinturas,  ¡Perdón!, ¡Por favor, perdóname es la primera y la ultima vez que ocurre!, ¡Jamás volveré a tocar un cuadro si antes no das conformidad para ello!.
Con indecisión debatiéndose entre el si y el no, alargó sus brazos.
--¿Al menos me darás tú opinión?.
--¡Magistral! ¡Sencillamente magistral!.
--La sorpresa que te guardaba.  Expondré en una sala privada dentro de un mes.
--¡No!. ¡Es maravilloso!. Me dejas sin palabras.
--En la Escuela de Arte están entusiasmados con el trabajo, mi profesor me consiguió la exposición. Es un sueño hecho realidad.
Aquella maravillosa noticia me evadió al menos por unos segundos, de otras preocupaciones.
Ajena a la conversación, la descubrí espiando la calle con un empecinado y extraño interés. Estaba seguro que ella notaba algo, pero callaba al igual que yo.
--¿Qué miras a éstas horas, son las cinco de la madrugada?.
--¡Nada!.—Dijo algo airada--.
Continuará...

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