jueves, 9 de noviembre de 2017

Las alas de un ángel rotas (44º parte)

 Eloisa comunicó a Lucía el terrible suceso en la parroquia de su tío. El caso sé cerro como un accidente provocado por el vuelco de una vela que prendió, desatando un infierno de llamas, cuando encontraron los restos, totalmente calcinados, los forenses determinaron como causa de la muerte, una caída que le fracturó el cráneo, no se hallaron signos de violencia y de hecho no la hubo, fue mala suerte, un desafortunado accidente lo que desencadenó la tragedia.
Quiso asistir a los actos fúnebres a los que la acompañé, lo despedimos refugiados bajo la sombra de unos árboles. La abuela sin demostrar afectación alguna, presidía el  sepelio de su hijo.

Un hombre de aspecto atontado y el desgarbado muchacho que nos recibió en su mansión la acompañaban. Fijó su vista en Lucía sin disimular el desdén que sentía por su persona y por el avanzado estado de gestación en el que se encontraba. Nos envió un mensaje con el destartalado chaval – caminando hacia nosotros lo hacia de una forma extraña, como si fuera a desmontarse de un momento a otro, piernas y brazos rodarían por el suelo, teniendo que volver a encajarlas como las extremidades de una muñeca vieja. Recordaba el caminar de un aguilucho apático, indiferente, su mirada se perdía en la nada, dando pequeñas patadas con desgana a cualquier objeto que se hallara en su trayectoria--.

Una nota escrita con impecable caligrafía, nos fue entregada sin mediar palabra, le hubiera dado lo mismo entregar un papel, un gato muerto, incluso arrastra un cadáver putrefacto—recordaba un zombi, esos que recorren las calles en las películas de miedo, dando más risa que otra cosa--. Un gruñidito hubiera estado en total consonancia con la escena--. Una vez cumplido el encargo ocupó de nuevo su puesto y siguió golpeando todo lo que su pie lograba alcanzar.
El contenido de la nota era parco en palabras, pero abundante en mala intención, con manos que apenas podían contener el temblor, leyó el mensaje.


       Querida nieta: Espero que tengas la decencia de comunicarme el nacimiento de mi bisnieto.


--Antes muerta que llevar mi hijo ante esa bruja –sus labios contraídos en una mueca,  sin color, las mejillas se la ajaron como fruta podrida, los asistentes al acto fijaron las miradas en nosotros--. Una sonrisa disimulada se marcó en los labios de la abuela, perdida la practica, --pareció más una mueca de desprecio--, su gesto paso desapercibido, los asistentes estaban distraídos con nuestra partida. Escuchamos el murmullo de cuchicheos a nuestras espaldas como el amenazador rumor de una colmena enojada.

Lucía tardó horas en recobrar el aplomo y sobre todo el color, Eloisa y yo tratamos de distraerla, pero se sentía sin fuerzas y aterrorizada, creo que nuestras palabras no llegaban a sus oídos paralizados por el miedo.
Desde ese momento, solo hablaba de marcharnos a otro lugar. Cuando le preguntaba que donde quería ir, me miraba y la comprendía. ¿Cuándo nazca el bebé?– se abrazaba con fuerza y no respondía. ¡Todo saldrá bien, mi amor! --se apretaba aun más contra mí pecho, dejando correr libres las lágrimas por las mejillas.
Yo me sentía como el paladín al que jugaba cuando era pequeño, el justiciero de damas en apuros, el defensor de virtudes y afrentas, ahora no eran damas imaginarias, era mi dama, mi señora, la dueña del pañuelo que portaba en las justas.
Y como no hay dos sin tres, la maldita reseña que publico el periódico sobre la exposición, elogiando a Lucía y catalogándola como incipiente promesa de la pintura, una fotografía ilustraba la noticia, en la que yo aparecía junto a ella, fue el heraldo de una desagradable visita. Alguien a quien mantenía fugazmente en el recuerdo, resurgió con cabeza humillada y desesperante calma, como merecedor de un perdón que para él estaba vedado, de nuevo se extendió el sutil manto de la tragedia sobre nosotros.
Al igual que la infancia de Lucía se abría paso entre sus carnes haciendo sangrar viejas heridas que solo deseaban cauterizar, las mías vertían ríos de sangre, abiertas en canal y con la virulencia del animal que tiene algo que proteger. Quería enterrar los recuerdos de Lucía como lápidas en el olvido, pero como enterrar las propias.
Una calurosa mañana, el timbre del teléfono me desconcentró del estudio.—ring , ring, ring, repiqueteo inquieto por la tardanza.


--¡Pablo! – El timbre de esa voz me dejó sin habla --. ¡Pablo! – No podía respirar, el aire me faltaba, con la misma angustia que un pez busca volver al liquido elemento, buscaba oxigeno con el que llenar los pulmones. Alertada por los insistentes timbrazos, sobresaltada por los agónicos ruidos que emitía, Lucía acudió a auxiliarme.
--¡Pablo! ¡Pablo! –gritó despavorida -- ¿Qué te ocurre?— cogiendo el auricular lo colgó--. ¿Qué té pasa?. ¿Por qué té has puesto de esta manera?.
--¡Creo que era mí padre!, --sabía lo ocurrido a mamá y el litigio que mantenía y mantendría hasta la eternidad con ese... mientras la injusticia, no impartiera justicia como era su obligación--.
--¿Qué te ha dicho? – preguntó con voz alterada--.
--¡Nada!—le dije visiblemente irritado--.
--¿Entonces puedes explicarme, porque te has puesto así?.
--¡No lo sé!. ¡ Creo que me he impresionado! –me abrazó como solo ella sabe hacerlo y el incidente perdió importancia por un momento--.
Continuará...

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